Presentación

Bien, voy a empezar presentándome y a explicar el por qué de este blog.

Soy Claudia, 17 años, estudiante y aficionada a escribir en ratos libres. Me gusta escribir, pues siempre me ha ayudado a desarrollar mi imaginación, mi capacidad de redacción y en general, a crear sinopsis, entre otros. Llevo exclusivamente en esta novela cuatro años. He investigado todo lo que he podido (Y sigo en ello) acerca de la ambientación de la historia ya que es cien por cien real, exceptuando lo que es "la vida" de la protagonista, los personajes y sus vidas particulares. Al ser uno de los hechos históricos más relevantes del mundo, decidí ambientarme en esta época por la cantidad de mensajes que es capaz de transmitirnos. Me resulta interesante y a la vez, alentador.
Empecé con esto hace ya tiempo, como anteriormente he mencionado, pero sólo con un objetivo: el terapéutico. Me ayuda a evadirme ya que mi creatividad es un rasgo característico en mí. Era privado, sólo lo leía yo, hasta que no hace mucho, una amiga empezó a leerlo: llevaba sólo unas 20 páginas, pero le encantó. En busca de nuevas propuestas y opiniones fui pidiendo consejos e ideas a mis amigos y conocidos, que me ayudaron y recibieron con buena crítica la novela en proceso.
Como quiero seguir adelante con esto, necesito un apoyo más grande, es decir: lectores. Ahí es donde entráis vosotros. Espero que disfrutéis, gracias :)
Nota: Este es un borrador, así que habrán fallos de escritura y el texto está sin pulir así que espero que lo entendáis. Voy poco a poco reformando partes y corrigiendo pero es algo costoso y tardaré un tiempo en completarlo. Gracias por vuestra compresión!

martes, 23 de septiembre de 2014

La despedida

PRIMERA PARTE.
Capítulo 1.
La despedida”

Hacía aire y un frío polar inundaba el ambiente. Habías cumplido los siete años unos meses antes
del aquel nefasto día...”
Así comienza el relato que mi tío me contaba cada vez que le preguntaba cuándo volvería mamá.
Todo empieza así, con un simple hecho que acarrea muchos más. Hasta hace unos pocos años no
pude entender el verdadero significado de lo que en ese entonces me contaba. En realidad, empecé a
entenderlo al mismo tiempo que dejé de ser una cría, escuálida y temblorosa, que no medía ni
cuatro palmos del suelo, que reía, que escuchaba cuentos, que se escondía bajo las sábanas para
refugiarse de la oscuridad: que dejó de ser inocente. Sin embargo, mi hermano ya lo sabía mucho
antes que yo. La echo de menos. Y más ahora, ya que no volveremos a casa jamás. Mi hermano no
puede encargarse de mí, y yo no sobreviviría mucho tiempo sola, callejeando y mendigando por las
calles. No somos más que un par de huérfanos. Como muchos otros. Estos tiempos son
difíciles, y los orfanatos no dan a basto, pero tenemos algo a nuestro favor: sabemos pasar hambre.
Quizá sea poco, pero algo es mejor que nada, algo que he aprendido, y como decía mi padre: “El
conocimiento se basa en la experiencia.”
-Diana.-Dice alguien desde la habitación de al lado. Entonces despierto, giro la cabeza y una oscura
sombra se acerca a la ventana en la que estoy apoyada.
-¿Si?-Contesto.
-Recoge las cosas, dentro de unas horas vendrán.
-Peter...-Digo antes de que mi hermano se de la vuelta.-Quiero ir al cementerio de la iglesia, por
favor...-Entonces frunce el ceño y me lanza una fugaz mirada.
-Sólo si haces la maleta.

Entonces empiezo a pasear por la casa. Recorro el estrecho pasillo y acaricio las mohosas paredes,
desnudas y marrones. Doy unos pocos pasos más y giro a la derecha, donde está mi habitación.
Recojo las pocas posesiones que tengo: Mi abrigo, un par de prendas de ropa y un libro de mi tío.
La verdad es que desconozco la razón por la que me llevo este objeto, pero perteneció a él, y esas
son explicaciones suficientes. Abro el vacío y viejo armario en la que se encuentra mi bolsa de
cuero, meto las cosas y la dejo encima de la cama. Al salir por la puerta me detengo en seco. No
puedo salir de la casa sin ello. Corro por el pasillo, subo unos escalones, provocando un fuerte
chirrido y llego al sótano. “¿Dónde lo habré guardado?”. Doy un par de vueltas por la enana sala,
vacilante. Ahora lo recuerdo. Muevo la cabeza a la izquierda y me encuentro con una pequeña caja,
rota, mojada a causa de la humedad en la que están escritas unas letras. Me acerco cautelosamente a
ella, y me agacho, apoyándome sobre mis rodillas flexionadas en el suelo. Respiro hondo y abro la
tapa, lentamente y con cuidado.

Ya la veo, la caja sigue conteniendo en su interior durante todos estos años la preciada reliquia.
Cojo la cadena entre mis manos y la alzo. Tiene polvo, pero el brillo de la plata aún no se ha
apagado. Sonrío al tenerla de nuevo cerca mía. Cojo un trozo de tela de mi camisa y lo paso
despacio del medallón, lo limpio y me la cuelgo del cuello. Cuando está libre de suciedad, acaricio
el pulgar por un cierre escondido. Entonces se abre en dos: En la parte derecha hay una foto en
blanco y negro, rota y polvorienta de un hombre sonriente, junto a una mujer de mirada perdida.
Son jóvenes e inspiran felicidad. En la izquierda aparecen un niño alto de mirada alegre de unos
siete años, y una niña un poco más pequeña, sonriendo descaradamente al gatito blanco que sostiene
entre sus brazos. Entonces oigo que unos pasos se acercan, y guardo apresuradamente la joya
bajo la ropa.
-Vamos.- Me vuelvo para verlo. Mi hermano tiene la mirada fija en mí, quizá por la expresión que
tengo. Su pelo rubio refleja destellos de luz, y al parecer, un poco de nieve está posada en sus
hombros. Ha ido a la calle. ¿Por qué? Bajo sus verdes ojos se distinguen dos insinuantes sombras
ligeramente azuladas. “¿Habrá dormido algo?” Me pregunto. Presiento que está esperando mi
reacción.
-¿Has salido a la calle?
-Tenía un asunto pendiente.-Susurra. Con eso me basta. Seguro que Kathleen no sabía que nos
marchábamos. Debe de haber pasado algo malo.
-Entiendo. ¿Entonces podemos ir al cementerio?
-A eso venía. Vamos, oscurecerá pronto, ya sabes que tenemos que venir enseguida.
Entonces da media vuelta y yo le sigo, escaleras abajo, recorriendo el mismo camino hasta llegar a
la puerta. Da un último paso, se detiene, respira hondo y abre la puerta.

Al salir a la calle una ráfaga de aire polar me congela los huesos. Me estremezco y me apretujo
contra mi misma, con los brazos cruzados, muy prietos, pegados sobre mi abdomen, obligando a mi
abrigo a cerrarse. A pesar de las bajas temperaturas, del peligroso hielo resbaladizo que ha
convertido la plaza en una auténtica pista para patinar sobre hielo, y las continuas nevadas, la
actividad por aquí es prácticamente, la habitual. Le cojo la mano a mi hermano, bajamos los
escalones de la salida y nos dirigimos a la iglesia local, la llamada Iglesia de St. Maria von Gott, en
cuyo cementerio está enterrada nuestra familia. Está muy cerca de nuestra casa, a unos cinco
minutos a paso ligero. De camino no dejo pasar por alto las grandes banderas, las excéntricas
pancartas patrióticas y los numerosos estandartes con el símbolo de nuestra dictadura, ondeantes por
las continuas ráfagas de aire. Ya casi estamos. Nos acercamos a la puerta y observo la fachada
detenidamente: Tiene pináculos y unas torres extremadamente altas; unas cristaleras bastante
amplias y luminosas, y a los lados de la puerta principal, un par de tristes, viejas y amarillentas
esculturas, de Santos supuestamente, que vigilan la entrada. Rodeamos la iglesia y llegamos al
cementerio, situado detrás del pequeño y humilde monasterio en el que viven los monjes y el cura.
Una gran verja negra y oxidada rodea el terreno. Ya desde lejos se intuye la muerte. Empiezo a
frenarme. No sé porqué tenemos que estar aquí. Realmente no quiero pisar este horrible sitio. Esas
esculturas de ángeles piadosos inspiran terror sobre las sepulturas. Peter tira de mí, pero yo no me
muevo.

-¿Qué haces?-Pregunta. Por su tono preduzco que esta molesto.
-No quiero entrar ahí...-Sus ojos se clavan en los míos. Por un segundo me transmiten ira, pero al
cabo de un momento me doy cuenta que también está dolido.
-¿Entonces por qué querías venir?
-La verdad es que... no lo sé.
-Venga, ninguno de los dos volverá en una temporada. Sé que necesitas hacerlo, al igual que yo.

Dejo entonces que me convenza, y prosigo mi marcha. Abrimos la puerta de la verja y un
desagradable sonido hace que me tenga que tapar los oídos. Genial. Además de lo inflamados que
los tengo, del dolor y de lo helados que están, solo faltaba una cosa semejante. Bajo los brazos y
tenso las manos. Sé que puedo hacerlo. Mi hermano me mira, un tanto vacilante, a pesar de su
aparentemente valiente porte, y centro mi atención en el cementerio. Damos unos pasos y entramos.
Es como haber cruzado la estrecha línea entre un mundo y otro, ahora, todo me parece distinto,
como si mi punto de vista hubiese cambiado. Me armo de fuerzas nuevamente y avanzamos a paso
más rápido hacia la zona norte, pasando por innumerables lápidas, esculturas y panteones. Tampoco
dejo de fijarme en las viudas, tanto jóvenes como ancianas, acudiendo llorosas y con aspecto
fúnebre a sus difuntos. Son como almas en pena, corrompidas por el dolor y la soledad que uno
padece cuando un ser querido te abandona. Simpatizo tanto con ellas que, siento en mis adentros un
frío oscuro y helado. De haber sido un poco más mayor cuando mi madre y mi padre se fueron,
estaría junto a ellas, como una más. A parte de las viudas, no hay mucha mas gente fiel a traer flores
a sus fallecidos ni a rezar por sus indagantes almas tan a menudo como ellas. Todos están
demasiado ocupados.
Ya más cerca de nuestro destino, pasamos por un grupo de gente, unas llorando, otras con
expresión triste y agotadora e incluso, personas en las que es fácil percibir rabia y cólera. Pero
ninguna feliz, ninguna con esperanzas, ninguna persona de la dimensión a la que pertenezco. Pero sí
es verdad que esas gentes también están en la mía, formando una mezcla agridulce y gris, entre
negro y blanco. Pero hay algo que siempre me eriza los pelos de la nuca cuando me acerco aquí, no
es el frío, es algo que se respira y se presiente, es algo tan horrible como una mano fría que te
impide pensar, que te acelera el corazón y pierdes el control. Como si Peter me leyese la mente,
empieza a decir:

-Mira a esas pobres gentes, es el miedo quien las corrompe. Es una plaga, una enfermedad, que
trepa por tu alma y la destruye, te ciega los ojos y cierra tu mente. Lo peor es cómo se contagia.
¿Acaso no viste el pánico que se apoderó de los vecinos de la calle Weide el mes pasado? Si todos
hubieran tenido la sangre fría de salir a paso ligero y ayudar a los heridos sacándolos fuera, sólo
hubiesen faltado los bomberos para apagar el fuego. Así nadie hubiese muerto. Pero claro, tu ves a
diez personas corriendo como locas por un edificio, dando bandazos, empujando a la gente de su
alrededor y gritando improperios y ¿Que haces tú? Contagiarte de su miedo. No puedes calmarles
ni obligarlos a sentarse en el suelo hasta que regresaran a su estado normal, pues tienen tanto pánico
que son capaces de hacer cualquier cosa con tal de escapar.

Ya me cuerdo: La señora Perlmuschel estaba leyendo un periódico, cuando se se cayó la lámpara de
aceite al suelo, en el que desafortunadamente había una alfombra de algodón. Ella y su marido
murieron abrasados, junto con bastantes más. Vuelvo en sí y me fijo en el sitio, raramente familiar,
y comprendo que ya hemos llegado. Tres lápidas yacen en fila, una al lado de la otra, con un par de
flores marchitas. La primera tumba pertenece al soldado Arthur Weiss en letras remarcadas y bajo
ellas, la siguiente cita: “ein tapferer Mitglied der Luftwaffe”, las dos últimas a Christine y Daniel
Meyer. Mi hermano me suelta la mano y se sienta en el banco que se encuentra detrás nuestro. Dejo
escapar un leve suspiro y me siento en el otro extremo. Soy incapaz de articular palabra en estos
momentos, y un silencio es mejor que un discurso a tres trozos de mármol en las que están escritas
un puñado de letras, que no pueden oír ni hablar; que no te ven ni razonan, que no tienen
sentimientos.

-Siento que tuvieras que pasar por esto, que tuvieras que madurar antes de tiempo.
-Y yo que tengamos que acabar así, pero no podemos malgastar un presente, con un pasado que,
sencillamente, no tiene futuro. Hay que aceptarlo... no podemos enfermar nosotros también. No
como ellos.-Entonces miro a una anciana que llora agazapada ante la lápida de quien, seguramente,
pertenece a su hijo.
-Sabes que lo hice para permanecer unidos. Me esforcé mucho por subsistir.
-Ya, pero no íbamos a durar mucho tiempo así.
-¡Lo sé, Diana!-Grita.- Pero, ¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que nos separaran? Ya nos han
quitado suficiente.
Un silencio inunda el ambiente. Un silencio muerto, pero un tanto breve.
-Escoria inglesa...-Musita.
-¡Basta, Peter! ¿Crees que es fácil para mí todo esto? ¡Deja de comportarte así y asúmelo! La vida
son cambios, y no vivirás en paz hasta que los aceptes.-Me levanto y me doy media vuelta. Pienso
largarme de aquí ya. Pero, algo me detiene: Tenemos visita.

A pesar de la escasa distancia que nos separa, una pequeña silueta se dibuja entre ángeles y tumbas.
Anda no muy despacio, pero saltan a la vista un par de tropezones contra las piedras del camino,
acompañados de unos equilibrios patosos. Ya se va acercando más. Se detiene delante nuestro, con
una dulce expresión de cariño. Sobre ese rostro familiar se dibuja una amplia sonrisa y se encienden
unos ojos cálidos. Bondad, bondad y amor irradia este hombre. En la dimensión en la que
desgraciadamente me encuentro, una persona así es como un rayo de sol que ilumina un oscuro
camino. Entonces me llegan a la mente muchos recuerdos y experiencias vividas junto a él: sus
enseñanzas, los lugares a los que me llevaba, sus libros... fue como un padre para mí. Es un poco
mayor, de unos sesenta y cinco años, pelo canoso y escaso, bajito y de apariencia alegre. Es muy
paciente y, por lo que conozco, sabe mucho sobre la mayoría de cosas que nos rodean.
-Padre Patrick...
-¡Peter, Diana! Qué alegría veros por la iglesia. ¿Cómo estáis?
-Bien...-Respondo. Entonces la expresión del cura se amarga.
-Ya... he oído lo vuestro... En la misa se habla de todo.-dice, señalando a su oreja. ¿Cómo fue?
-El censo.-Responde Peter, aún mirando al frente, sentado sobre el banco.-Antes de ayer un hombre
llamó a nuestra puerta. Sabíamos que no teníamos que abrirle, pero seguro que había visto la
humareda que salía de la chimenea aquella helada tarde. Cuando le dejé entrar se identificó y sacó
unos papeles. Nos explicó el motivo de su visita: tras unos meses de numerosas muertes en la
guerra, Hitler hizo redactar un informe sobre la cantidad de civiles en cada ciudad, y, en cierto
modo, en todo el país. Entonces nos preguntó quiénes vivíamos aquí. Estaba tan nervioso que no
paraba de tartamudear y decir excusas como que nuestros padres estaban fuera o algo así ..., y
finalmente, Diana le contó que estábamos solos, que nuestro tío había fallecido hace unas semanas
y como no teníamos a nadie, permanecimos en nuestra casa todo ese tiempo.-Hace una pausa y
continúa, esta vez mirando al cura.-El funcionario se quedó asombradísimo, no porque le
intentáramos mentir, sino porque nos confesó que en circunstancias similares a la nuestra, estaría
acabado, sin recursos para subsistir y nadie quien hacerse cargo de él. En vez de regañarnos, nos
notificó que en unos dos días como mínimo seríamos trasladados a un orfanato. Después recogió
sus cosas y se marchó.

-Lo siento mucho, yo...-Dice el padre Patrick.
-No lo sienta. Nos ayudó mucho, y gracias. Pero lo que me preocupa es...-Vuelve la mirada hacia la
tumba de nuestro tío.-Es ilegal enterrar a alguien sin notificarlo... legalmente, él está vivo.
-No queremos que te encarcelen, padre Patrick, eso es lo que tememos...-Susurro.
-No, Diana, estaré bien. Ya tenéis suficiente vosotros... pero prometo ir a veros, mantendremos
contacto. No os preocupéis por mí, en todo caso, sería yo el que se tendría que velar por vosotros.
-Nos sabemos cuidar solos, padre Patrick.
-Venga, no digas eso, Peter. Sois unos niños, aún no sabéis apenas sobre la vida.
-Pues más que algunos sí. Sobretodo ella. A veces, cuando habla, parece que tenga más de catorce
años.-Mi hermano se levanta, y nos mira al padre Patrick y a mí.-Diana, te espero en la puerta. No
tardes.
-¿Qué le pasa a ese chico?
-Un mal día...
-Lo sé, pero nisiquiera me ha dejado contarle que Kathleen había acudido a la iglesia a verme.
-Es muy triste, ¿verdad?, más triste para él que para mí. Almenos tenía algo vivo que lo mantuviera
aquí. Sin embargo, yo no tengo nada. Mi pasado quizá, pero yo ya casi he asumido que tenemos que
marcharnos.
-Es lo mejor que puedes hacer, Diana. Ya lo asumirá. Dale tiempo al tiempo. ¿Quién sabe? Quizá en
unos años volváis. El destino...
-El destino es muy caprichoso-Le interrumpo.-Es como un río con corriente, en la que si fluyes con
ella, no te pasa nada, en cambio, si decides ir en contra de ella, te ahogas, te hundes, y finalmente,
mueres.
-Cierto. Tu hermano tiene razón.-Sonríe y me pone un brazo sobre los hombros. Entonces saca del
bolsillo de su sotana una cruz de hueso blanquecina y pequeña.-Dásela a Peter.
-Gracias, lo haré.
-Adiós y no te olvides de enviarme una carta.
-Vale. Adiós.
Me alejo a paso muy ligero y paso por una fila de lápidas y familiares a los pies de ellas, suplicando
y llorando. Ya casi diviso la verja negra y chirriosa en el horizonte, feliz de haber encontrado la
salida por fin y poder huir, acelero más y llego hasta a correr en los últimos metros. Mi hermano
está apoyado sobre un muro caído, hecho polvo y, los pocos ladrillos intactos están sucios. Veo el
atardecer poniéndose, y sonrío. Cuando llego no tengo ni que pronunciar una sola palabra,
sobrentiende que tenemos que ir a casa. Ahora.
Por el camino me pregunto si volveríamos de nuevo a Maunchen. Si, en un futuro, podría vivir aquí,
pero a la vez pienso que eso me haría más daño, que estaría contradiciendo lo que le dije a Peter
sobre aceptar las cosas y dejar de vivir en el pasado. Pero sería mejor para mi hermano, al menos, él
tiene a Kathleen, aunque, por alguna razón presiento que, ni el motivo de su último encuentro ha
sido demasiado pacífico, ni de lo que han hablado. Quizá ella se lo haya tomado mal, y se haya
enfadado. Lo que sé con certeza es que Peter no está muy bien, por así decirlo.
Cuando despierto entre ideas y pensamientos ya estamos frente a la puerta y la abro. Entonces
entramos y ando por el pasillo hasta llegar a mi habitación, cojo la maleta y, justo antes de salir, me
doy la vuelta, le hecho una última mirada, dejando escapar un suspiro y hecho a andar. Como mi
hermano está arriba aún, yo me siento en el sofá del salón, frente a la ventana en la que tanto me
gustaba mirar. De repente, es como volver años atrás: Puedo ver a mi madre poniendo la mesa,
sirviendo una bandeja de pavo asado, una noche de primavera. En una esquina del salón mi gata
Lilie, observando a mi hermano intentando convencer a mi madre de poder ser el primero en cortar
el pavo con el cuchillo. Y luego, mi padre, con ese libro tan viejo que le regaló su abuelo cuando no
medía ni dos palmos del suelo sentado sobre un sofá de terciopelo rojo. A su lado está mi tío,
recostado, terminándose su cuarta dosis de alcohol mientras me responde a las preguntas que le
hago. Me veo pequeña, como en la foto del medallón, y no me recuerdo mucho más. Lo que sí
contemplo es una casa que rebosa de alegría, de amor. Una escena tan entrañable que me parece que
es un sueño, pero ocurrió. Y ahora vuelvo a la realidad y veo todo lo contrario: En vez de suelos con
tapices y paredes cuidadosamente pintadas, en su lugar están suelos y paredes húmedas, viejas. Está
todo oscuro y nadie hay en la habitación. La mesa del comedor desapareció, y de los dos sofás de
terciopelo sólo ha sobrevivido uno, en el que estoy sentada. El tiempo ha pasado factura en tan sólo
diez años. Un cambio tan radical que asusta. Un vacío en mi interior se apodera de mí, y la ausencia
de luz hace que me hunda más, tensando mis músculos y erizando mi piel. Ojalá pudiera volver
atrás, pero sé que por mucho que lo desee jamás volverán. Jamás. Y ahora siento un ardor
horroroso, un fuego dentro de mí, que hace que desgarre la tela del sofá. Tanto llego a dañarlo que
el relleno de poliéster sale a presión, y mis dedos sangran debido a la incisión de un muelle. No lo
presto atención a la herida y me contraigo más, cierro los ojos fuerte e intento volver a mi pasado.
Para mi desgracia, no los encuentro.
No sé exactamente cuanto tiempo he estado así ni qué he hecho para llamar la atención de mi
hermano, pero cuando puedo abrir los ojos lo veo a mi lado, rodeándome con los brazos y con su
cabeza apoyada sobre mi hombro. Una lágrima resbala por mi mejilla, y otra, y otra.
-¿Qué ha pasado?-Susurro.
-Empezaste a gritar bajé a ver qué te pasaba. Cuando llegué estabas hecha un ovillo en el suelo
¿Puedes moverte?
-Estoy paralizada.
-¿Qué ha ocurrido antes de que gritaras?
-Fantasmas y cosas imposibles.
-Ya.-Acto seguido retira sus brazos de mí y se levanta. Mira el reloj de la chimenea que marca las
cuatro en punto. Mi cuerpo sigue comprimido y mis músculos como tenazas, pero, a pesar de ello,
ya soy consciente de lo que me rodea.
-¿Sabes? Tengo una cosa para ti.-Gira la cabeza y me mira, mostrando una mueca de extrañeza.
Intento moverme, pero solo consigo que me haga caso el brazo derecho y apenas resulta efectivo. A
pesar de la lucha contra mi cuerpo, llego a mi bolsillo, y agarro la cruz de hueso. Cuando dejo que
mi brazo repose un momento sobre mis piernas estrechamente entrelazadas, le extiendo la mano a
mi hermano, y se acerca para cogerla, pero, a medio camino se detiene:Yo recordaba la cruz
blanquecina, no roja.
Me libero de la presión que tenía mi cuerpo y me levanto. Él se acerca y me quita la cruz de la
mano.
-¿Qué te has hecho?-Dice, mientras examina la herida.
-Arañé el sofá y un muelle se clavó en la mano.-Susurro, asustada por la cantidad de sangre que
emana de mi mano.-No... no me dí cuenta.
-Espera.-Se va y trae una gasa del cuarto de baño, la parte por la mitad,me limpia y me venda con el
resto. Durante el proceso dejo escapar un bufido, escuece demasiado.
-Bueno, ya está. No lo he hecho tan mal, ¿verdad?
-Pasable...-Digo con ironía. Cuando una media sonrisa aparece en su rostro, algo se la borra.
-El timbre. Ya abro yo, Diana.
Avanza hasta llegar a la puerta, y yo le sigo, un poco nerviosa. Cuando abre la puerta, un señor
ataviado de negro y gris aparece. Tiene una mirada serena y concisa, parece un hombre tranquilo,
aunque a la vez imponente.
-Buenas tardes.-Saluda, y se lleva la mirada hacia unos impresos que sostiene entre sus manos.-
Vengo a llevarme a dos menores. Se llaman...-Busca entre los papeles, pero parece no lograr
encontrarlo.
-Peter y Diana Weiss, somos nosotros.-Añade mi hermano.
-Exactamente... Sí, aquí está.-Dice, señalando uno de los documentos.- La verdad es que hay
numerosas dudas acerca de... esto. Pero ya me las resolveréis más tarde... ¿Verdad? Queda un viaje
un poco largo.
-¿Por?-Pregunto, interesada.
-Mmm... verás niña-En cuanto dice “Niña”, decido que no me cae bien.-Los orfanatos están un poco
saturados, y el más cercano está en Regensburg . Pero ya hablaremos de eso luego. ¿Habéis
recogido vuestras pertenencias?
-Todo. Diana, coge tu maleta.-Obedezco y al salir, miro hacia atrás, congelo este momento y
susurro:
-Adiós.




























No hay comentarios: