PRIMERA
PARTE.
Capítulo
1.
“La
despedida”
“Hacía
aire y un frío polar inundaba el ambiente. Habías cumplido los
siete años unos meses antes
del
aquel nefasto día...”
Así
comienza el relato que mi tío me contaba cada vez que le preguntaba
cuándo volvería mamá.
Todo
empieza así, con un simple hecho que acarrea muchos más. Hasta hace
unos pocos años no
pude
entender el verdadero significado de lo que en ese entonces me
contaba. En realidad, empecé a
entenderlo
al mismo tiempo que dejé de ser una cría, escuálida y temblorosa,
que no medía ni
cuatro
palmos del suelo, que reía, que escuchaba cuentos, que se escondía
bajo las sábanas para
refugiarse
de la oscuridad: que dejó de ser inocente. Sin embargo, mi hermano
ya lo sabía mucho
antes
que yo. La echo de menos. Y más ahora, ya que no volveremos a casa
jamás. Mi hermano no
puede
encargarse de mí, y yo no sobreviviría mucho tiempo sola,
callejeando y mendigando por las
calles.
No somos más que un par de huérfanos. Como muchos otros. Estos
tiempos son
difíciles,
y los orfanatos no dan a basto, pero tenemos algo a nuestro favor:
sabemos pasar hambre.
Quizá
sea poco, pero algo es mejor que nada, algo que he aprendido, y como
decía mi padre: “El
conocimiento
se basa en la experiencia.”
-Diana.-Dice
alguien desde la habitación de al lado. Entonces despierto, giro la
cabeza y una oscura
sombra
se acerca a la ventana en la que estoy apoyada.
-¿Si?-Contesto.
-Recoge
las cosas, dentro de unas horas vendrán.
-Peter...-Digo
antes de que mi hermano se de la vuelta.-Quiero ir al cementerio de
la iglesia, por
favor...-Entonces
frunce el ceño y me lanza una fugaz mirada.
-Sólo
si haces la maleta.
Entonces
empiezo a pasear por la casa. Recorro el estrecho pasillo y acaricio
las mohosas paredes,
desnudas
y marrones. Doy unos pocos pasos más y giro a la derecha, donde está
mi habitación.
Recojo
las pocas posesiones que tengo: Mi abrigo, un par de prendas de ropa
y un libro de mi tío.
La
verdad es que desconozco la razón por la que me llevo este objeto,
pero perteneció a él, y esas
son
explicaciones suficientes. Abro el vacío y viejo armario en la que
se encuentra mi bolsa de
cuero,
meto las cosas y la dejo encima de la cama. Al salir por la puerta me
detengo en seco. No
puedo
salir de la casa sin ello. Corro por el pasillo, subo unos escalones,
provocando un fuerte
chirrido
y llego al sótano. “¿Dónde lo habré guardado?”. Doy un par de
vueltas por la enana sala,
vacilante.
Ahora lo recuerdo. Muevo la cabeza a la izquierda y me encuentro con
una pequeña caja,
rota,
mojada a causa de la humedad en la que están escritas unas letras.
Me acerco cautelosamente a
ella,
y me agacho, apoyándome sobre mis rodillas flexionadas en el suelo.
Respiro hondo y abro la
tapa,
lentamente y con cuidado.
Ya
la veo, la caja sigue conteniendo en su interior durante todos estos
años la preciada reliquia.
Cojo
la cadena entre mis manos y la alzo. Tiene polvo, pero el brillo de
la plata aún no se ha
apagado.
Sonrío al tenerla de nuevo cerca mía. Cojo un trozo de tela de mi
camisa y lo paso
despacio
del medallón, lo limpio y me la cuelgo del cuello. Cuando está
libre de suciedad, acaricio
el
pulgar por un cierre escondido. Entonces se abre en dos: En la parte
derecha hay una foto en
blanco
y negro, rota y polvorienta de un hombre sonriente, junto a una mujer
de mirada perdida.
Son
jóvenes e inspiran felicidad. En la izquierda aparecen un niño alto
de mirada alegre de unos
siete
años, y una niña un poco más pequeña, sonriendo descaradamente al
gatito blanco que sostiene
entre
sus brazos. Entonces oigo que unos pasos se acercan, y guardo
apresuradamente la joya
bajo
la ropa.
-Vamos.-
Me vuelvo para verlo. Mi hermano tiene la mirada fija en mí, quizá
por la expresión que
tengo.
Su pelo rubio refleja destellos de luz, y al parecer, un poco de
nieve está posada en sus
hombros.
Ha ido a la calle. ¿Por qué? Bajo sus verdes ojos se distinguen dos
insinuantes sombras
ligeramente
azuladas. “¿Habrá dormido algo?” Me pregunto. Presiento que
está esperando mi
reacción.
-¿Has
salido a la calle?
-Tenía
un asunto pendiente.-Susurra. Con eso me basta. Seguro que Kathleen
no sabía que nos
marchábamos.
Debe de haber pasado algo malo.
-Entiendo.
¿Entonces podemos ir al cementerio?
-A
eso venía. Vamos, oscurecerá pronto, ya sabes que tenemos que venir
enseguida.
Entonces
da media vuelta y yo le sigo, escaleras abajo, recorriendo el mismo
camino hasta llegar a
la
puerta. Da un último paso, se detiene, respira hondo y abre la
puerta.
Al
salir a la calle una ráfaga de aire polar me congela los huesos. Me
estremezco y me apretujo
contra
mi misma, con los brazos cruzados, muy prietos, pegados sobre mi
abdomen, obligando a mi
abrigo
a cerrarse. A pesar de las bajas temperaturas, del peligroso hielo
resbaladizo que ha
convertido
la plaza en una auténtica pista para patinar sobre hielo, y las
continuas nevadas, la
actividad
por aquí es prácticamente, la habitual. Le cojo la mano a mi
hermano, bajamos los
escalones
de la salida y nos dirigimos a la iglesia local, la llamada Iglesia
de St. Maria von Gott, en
cuyo
cementerio está enterrada nuestra familia. Está muy cerca de
nuestra casa, a unos cinco
minutos
a paso ligero. De camino no dejo pasar por alto las grandes banderas,
las excéntricas
pancartas
patrióticas y los numerosos estandartes con el símbolo de nuestra
dictadura, ondeantes por
las
continuas ráfagas de aire. Ya casi estamos. Nos acercamos a la
puerta y observo la fachada
detenidamente:
Tiene pináculos y unas torres extremadamente altas; unas cristaleras
bastante
amplias
y luminosas, y a los lados de la puerta principal, un par de tristes,
viejas y amarillentas
esculturas,
de Santos supuestamente, que vigilan la entrada. Rodeamos la iglesia
y llegamos al
cementerio,
situado detrás del pequeño y humilde monasterio en el que viven los
monjes y el cura.
Una
gran verja negra y oxidada rodea el terreno. Ya desde lejos se intuye
la muerte. Empiezo a
frenarme.
No sé porqué tenemos que estar aquí. Realmente no quiero pisar
este horrible sitio. Esas
esculturas
de ángeles piadosos inspiran terror sobre las sepulturas. Peter tira
de mí, pero yo no me
muevo.
-¿Qué
haces?-Pregunta. Por su tono preduzco que esta molesto.
-No
quiero entrar ahí...-Sus ojos se clavan en los míos. Por un segundo
me transmiten ira, pero al
cabo
de un momento me doy cuenta que también está dolido.
-¿Entonces
por qué querías venir?
-La
verdad es que... no lo sé.
-Venga,
ninguno de los dos volverá en una temporada. Sé que necesitas
hacerlo, al igual que yo.
Dejo
entonces que me convenza, y prosigo mi marcha. Abrimos la puerta de
la verja y un
desagradable
sonido hace que me tenga que tapar los oídos. Genial. Además de lo
inflamados que
los
tengo, del dolor y de lo helados que están, solo faltaba una cosa
semejante. Bajo los brazos y
tenso
las manos. Sé que puedo hacerlo. Mi hermano me mira, un tanto
vacilante, a pesar de su
aparentemente
valiente porte, y centro mi atención en el cementerio. Damos unos
pasos y entramos.
Es
como haber cruzado la estrecha línea entre un mundo y otro, ahora,
todo me parece distinto,
como
si mi punto de vista hubiese cambiado. Me armo de fuerzas nuevamente
y avanzamos a paso
más
rápido hacia la zona norte, pasando por innumerables lápidas,
esculturas y panteones. Tampoco
dejo
de fijarme en las viudas, tanto jóvenes como ancianas, acudiendo
llorosas y con aspecto
fúnebre
a sus difuntos. Son como almas en pena, corrompidas por el dolor y la
soledad que uno
padece
cuando un ser querido te abandona. Simpatizo tanto con ellas que,
siento en mis adentros un
frío
oscuro y helado. De haber sido un poco más mayor cuando mi madre y
mi padre se fueron,
estaría
junto a ellas, como una más. A parte de las viudas, no hay mucha mas
gente fiel a traer flores
a
sus fallecidos ni a rezar por sus indagantes almas tan a menudo como
ellas. Todos están
demasiado
ocupados.
Ya
más cerca de nuestro destino, pasamos por un grupo de gente, unas
llorando, otras con
expresión
triste y agotadora e incluso, personas en las que es fácil percibir
rabia y cólera. Pero
ninguna
feliz, ninguna con esperanzas, ninguna persona de la dimensión a la
que pertenezco. Pero sí
es
verdad que esas gentes también están en la mía, formando una
mezcla agridulce y gris, entre
negro
y blanco. Pero hay algo que siempre me eriza los pelos de la nuca
cuando me acerco aquí, no
es
el frío, es algo que se respira y se presiente, es algo tan horrible
como una mano fría que te
impide
pensar, que te acelera el corazón y pierdes el control. Como si
Peter me leyese la mente,
empieza
a decir:
-Mira
a esas pobres gentes, es el miedo quien las corrompe. Es una plaga,
una enfermedad, que
trepa
por tu alma y la destruye, te ciega los ojos y cierra tu mente. Lo
peor es cómo se contagia.
¿Acaso
no viste el pánico que se apoderó de los vecinos de la calle Weide
el mes pasado? Si todos
hubieran
tenido la sangre fría de salir a paso ligero y ayudar a los heridos
sacándolos fuera, sólo
hubiesen
faltado los bomberos para apagar el fuego. Así nadie hubiese muerto.
Pero claro, tu ves a
diez
personas corriendo como locas por un edificio, dando bandazos,
empujando a la gente de su
alrededor
y gritando improperios y ¿Que haces tú? Contagiarte de su miedo. No
puedes calmarles
ni
obligarlos a sentarse en el suelo hasta que regresaran a su estado
normal, pues tienen tanto pánico
que
son capaces de hacer cualquier cosa con tal de escapar.
Ya
me cuerdo: La señora Perlmuschel estaba leyendo un periódico,
cuando se se cayó la lámpara de
aceite
al suelo, en el que desafortunadamente había una alfombra de
algodón. Ella y su marido
murieron
abrasados, junto con bastantes más. Vuelvo en sí y me fijo en el
sitio, raramente familiar,
y
comprendo que ya hemos llegado. Tres lápidas yacen en fila, una al
lado de la otra, con un par de
flores
marchitas. La primera tumba pertenece al soldado Arthur Weiss en
letras remarcadas y bajo
ellas,
la siguiente cita: “ein tapferer Mitglied der Luftwaffe”, las dos
últimas a Christine y Daniel
Meyer.
Mi hermano me suelta la mano y se sienta en el banco que se encuentra
detrás nuestro. Dejo
escapar
un leve suspiro y me siento en el otro extremo. Soy incapaz de
articular palabra en estos
momentos,
y un silencio es mejor que un discurso a tres trozos de mármol en
las que están escritas
un
puñado de letras, que no pueden oír ni hablar; que no te ven ni
razonan, que no tienen
sentimientos.
-Siento
que tuvieras que pasar por esto, que tuvieras que madurar antes de
tiempo.
-Y
yo que tengamos que acabar así, pero no podemos malgastar un
presente, con un pasado que,
sencillamente,
no tiene futuro. Hay que aceptarlo... no podemos enfermar nosotros
también. No
como
ellos.-Entonces miro a una anciana que llora agazapada ante la lápida
de quien, seguramente,
pertenece
a su hijo.
-Sabes
que lo hice para permanecer unidos. Me esforcé mucho por subsistir.
-Ya,
pero no íbamos a durar mucho tiempo así.
-¡Lo
sé, Diana!-Grita.- Pero, ¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que
nos separaran? Ya nos han
quitado
suficiente.
Un
silencio inunda el ambiente. Un silencio muerto, pero un tanto breve.
-Escoria
inglesa...-Musita.
-¡Basta,
Peter! ¿Crees que es fácil para mí todo esto? ¡Deja de
comportarte así y asúmelo! La vida
son
cambios, y no vivirás en paz hasta que los aceptes.-Me levanto y me
doy media vuelta. Pienso
largarme
de aquí ya. Pero, algo me detiene: Tenemos visita.
A
pesar de la escasa distancia que nos separa, una pequeña silueta se
dibuja entre ángeles y tumbas.
Anda
no muy despacio, pero saltan a la vista un par de tropezones contra
las piedras del camino,
acompañados
de unos equilibrios patosos. Ya se va acercando más. Se detiene
delante nuestro, con
una
dulce expresión de cariño. Sobre ese rostro familiar se dibuja una
amplia sonrisa y se encienden
unos
ojos cálidos. Bondad, bondad y amor irradia este hombre. En la
dimensión en la que
desgraciadamente
me encuentro, una persona así es como un rayo de sol que ilumina un
oscuro
camino.
Entonces me llegan a la mente muchos recuerdos y experiencias vividas
junto a él: sus
enseñanzas,
los lugares a los que me llevaba, sus libros... fue como un padre
para mí. Es un poco
mayor,
de unos sesenta y cinco años, pelo canoso y escaso, bajito y de
apariencia alegre. Es muy
paciente
y, por lo que conozco, sabe mucho sobre la mayoría de cosas que nos
rodean.
-Padre
Patrick...
-¡Peter,
Diana! Qué alegría veros por la iglesia. ¿Cómo estáis?
-Bien...-Respondo.
Entonces la expresión del cura se amarga.
-Ya...
he oído lo vuestro... En la misa se habla de todo.-dice, señalando
a su oreja. ¿Cómo fue?
-El
censo.-Responde Peter, aún mirando al frente, sentado sobre el
banco.-Antes de ayer un hombre
llamó
a nuestra puerta. Sabíamos que no teníamos que abrirle, pero seguro
que había visto la
humareda
que salía de la chimenea aquella helada tarde. Cuando le dejé
entrar se identificó y sacó
unos
papeles. Nos explicó el motivo de su visita: tras unos meses de
numerosas muertes en la
guerra,
Hitler hizo redactar un informe sobre la cantidad de civiles en cada
ciudad, y, en cierto
modo,
en todo el país. Entonces nos preguntó quiénes vivíamos aquí.
Estaba tan nervioso que no
paraba
de tartamudear y decir excusas como que nuestros padres estaban fuera
o algo así ..., y
finalmente,
Diana le contó que estábamos solos, que nuestro tío había
fallecido hace unas semanas
y
como no teníamos a nadie, permanecimos en nuestra casa todo ese
tiempo.-Hace una pausa y
continúa,
esta vez mirando al cura.-El funcionario se quedó asombradísimo, no
porque le
intentáramos
mentir, sino porque nos confesó que en circunstancias similares a la
nuestra, estaría
acabado,
sin recursos para subsistir y nadie quien hacerse cargo de él. En
vez de regañarnos, nos
notificó
que en unos dos días como mínimo seríamos trasladados a un
orfanato. Después recogió
sus
cosas y se marchó.
-Lo
siento mucho, yo...-Dice el padre Patrick.
-No
lo sienta. Nos ayudó mucho, y gracias. Pero lo que me preocupa
es...-Vuelve la mirada hacia la
tumba
de nuestro tío.-Es ilegal enterrar a alguien sin notificarlo...
legalmente, él está vivo.
-No
queremos que te encarcelen, padre Patrick, eso es lo que
tememos...-Susurro.
-No,
Diana, estaré bien. Ya tenéis suficiente vosotros... pero prometo
ir a veros, mantendremos
contacto.
No os preocupéis por mí, en todo caso, sería yo el que se tendría
que velar por vosotros.
-Nos
sabemos cuidar solos, padre Patrick.
-Venga,
no digas eso, Peter. Sois unos niños, aún no sabéis apenas sobre
la vida.
-Pues
más que algunos sí. Sobretodo ella. A veces, cuando habla, parece
que tenga más de catorce
años.-Mi
hermano se levanta, y nos mira al padre Patrick y a mí.-Diana, te
espero en la puerta. No
tardes.
-¿Qué
le pasa a ese chico?
-Un
mal día...
-Lo
sé, pero nisiquiera me ha dejado contarle que Kathleen había
acudido a la iglesia a verme.
-Es
muy triste, ¿verdad?, más triste para él que para mí. Almenos
tenía algo vivo que lo mantuviera
aquí.
Sin embargo, yo no tengo nada. Mi pasado quizá, pero yo ya casi he
asumido que tenemos que
marcharnos.
-Es
lo mejor que puedes hacer, Diana. Ya lo asumirá. Dale tiempo al
tiempo. ¿Quién sabe? Quizá en
unos
años volváis. El destino...
-El
destino es muy caprichoso-Le interrumpo.-Es como un río con
corriente, en la que si fluyes con
ella,
no te pasa nada, en cambio, si decides ir en contra de ella, te
ahogas, te hundes, y finalmente,
mueres.
-Cierto.
Tu hermano tiene razón.-Sonríe y me pone un brazo sobre los
hombros. Entonces saca del
bolsillo
de su sotana una cruz de hueso blanquecina y pequeña.-Dásela a
Peter.
-Gracias,
lo haré.
-Adiós
y no te olvides de enviarme una carta.
-Vale.
Adiós.
Me
alejo a paso muy ligero y paso por una fila de lápidas y familiares
a los pies de ellas, suplicando
y
llorando. Ya casi diviso la verja negra y chirriosa en el horizonte,
feliz de haber encontrado la
salida
por fin y poder huir, acelero más y llego hasta a correr en los
últimos metros. Mi hermano
está
apoyado sobre un muro caído, hecho polvo y, los pocos ladrillos
intactos están sucios. Veo el
atardecer
poniéndose, y sonrío. Cuando llego no tengo ni que pronunciar una
sola palabra,
sobrentiende
que tenemos que ir a casa. Ahora.
Por
el camino me pregunto si volveríamos de nuevo a Maunchen. Si, en un
futuro, podría vivir aquí,
pero
a la vez pienso que eso me haría más daño, que estaría
contradiciendo lo que le dije a Peter
sobre
aceptar las cosas y dejar de vivir en el pasado. Pero sería mejor
para mi hermano, al menos, él
tiene
a Kathleen, aunque, por alguna razón presiento que, ni el motivo de
su último encuentro ha
sido
demasiado pacífico, ni de lo que han hablado. Quizá ella se lo haya
tomado mal, y se haya
enfadado.
Lo que sé con certeza es que Peter no está muy bien, por así
decirlo.
Cuando
despierto entre ideas y pensamientos ya estamos frente a la puerta y
la abro. Entonces
entramos
y ando por el pasillo hasta llegar a mi habitación, cojo la maleta
y, justo antes de salir, me
doy
la vuelta, le hecho una última mirada, dejando escapar un suspiro y
hecho a andar. Como mi
hermano
está arriba aún, yo me siento en el sofá del salón, frente a la
ventana en la que tanto me
gustaba
mirar. De repente, es como volver años atrás: Puedo ver a mi madre
poniendo la mesa,
sirviendo
una bandeja de pavo asado, una noche de primavera. En una esquina del
salón mi gata
Lilie,
observando a mi hermano intentando convencer a mi madre de poder ser
el primero en cortar
el
pavo con el cuchillo. Y luego, mi padre, con ese libro tan viejo que
le regaló su abuelo cuando no
medía
ni dos palmos del suelo sentado sobre un sofá de terciopelo rojo. A
su lado está mi tío,
recostado,
terminándose su cuarta dosis de alcohol mientras me responde a las
preguntas que le
hago.
Me veo pequeña, como en la foto del medallón, y no me recuerdo
mucho más. Lo que sí
contemplo
es una casa que rebosa de alegría, de amor. Una escena tan
entrañable que me parece que
es
un sueño, pero ocurrió. Y ahora vuelvo a la realidad y veo todo lo
contrario: En vez de suelos con
tapices
y paredes cuidadosamente pintadas, en su lugar están suelos y
paredes húmedas, viejas. Está
todo
oscuro y nadie hay en la habitación. La mesa del comedor
desapareció, y de los dos sofás de
terciopelo
sólo ha sobrevivido uno, en el que estoy sentada. El tiempo ha
pasado factura en tan sólo
diez
años. Un cambio tan radical que asusta. Un vacío en mi interior se
apodera de mí, y la ausencia
de
luz hace que me hunda más, tensando mis músculos y erizando mi
piel. Ojalá pudiera volver
atrás,
pero sé que por mucho que lo desee jamás volverán. Jamás. Y ahora
siento un ardor
horroroso,
un fuego dentro de mí, que hace que desgarre la tela del sofá.
Tanto llego a dañarlo que
el
relleno de poliéster sale a presión, y mis dedos sangran debido a
la incisión de un muelle. No lo
presto
atención a la herida y me contraigo más, cierro los ojos fuerte e
intento volver a mi pasado.
Para
mi desgracia, no los encuentro.
No
sé exactamente cuanto tiempo he estado así ni qué he hecho para
llamar la atención de mi
hermano,
pero cuando puedo abrir los ojos lo veo a mi lado, rodeándome con
los brazos y con su
cabeza
apoyada sobre mi hombro. Una lágrima resbala por mi mejilla, y otra,
y otra.
-¿Qué
ha pasado?-Susurro.
-Empezaste
a gritar bajé a ver qué te pasaba. Cuando llegué estabas hecha un
ovillo en el suelo
¿Puedes
moverte?
-Estoy
paralizada.
-¿Qué
ha ocurrido antes de que gritaras?
-Fantasmas
y cosas imposibles.
-Ya.-Acto
seguido retira sus brazos de mí y se levanta. Mira el reloj de la
chimenea que marca las
cuatro
en punto. Mi cuerpo sigue comprimido y mis músculos como tenazas,
pero, a pesar de ello,
ya
soy consciente de lo que me rodea.
-¿Sabes?
Tengo una cosa para ti.-Gira la cabeza y me mira, mostrando una mueca
de extrañeza.
Intento
moverme, pero solo consigo que me haga caso el brazo derecho y apenas
resulta efectivo. A
pesar
de la lucha contra mi cuerpo, llego a mi bolsillo, y agarro la cruz
de hueso. Cuando dejo que
mi
brazo repose un momento sobre mis piernas estrechamente entrelazadas,
le extiendo la mano a
mi
hermano, y se acerca para cogerla, pero, a medio camino se detiene:Yo
recordaba la cruz
blanquecina,
no roja.
Me
libero de la presión que tenía mi cuerpo y me levanto. Él se
acerca y me quita la cruz de la
mano.
-¿Qué
te has hecho?-Dice, mientras examina la herida.
-Arañé
el sofá y un muelle se clavó en la mano.-Susurro, asustada por la
cantidad de sangre que
emana
de mi mano.-No... no me dí cuenta.
-Espera.-Se
va y trae una gasa del cuarto de baño, la parte por la mitad,me
limpia y me venda con el
resto.
Durante el proceso dejo escapar un bufido, escuece demasiado.
-Bueno,
ya está. No lo he hecho tan mal, ¿verdad?
-Pasable...-Digo
con ironía. Cuando una media sonrisa aparece en su rostro, algo se
la borra.
-El
timbre. Ya abro yo, Diana.
Avanza
hasta llegar a la puerta, y yo le sigo, un poco nerviosa. Cuando abre
la puerta, un señor
ataviado
de negro y gris aparece. Tiene una mirada serena y concisa, parece un
hombre tranquilo,
aunque
a la vez imponente.
-Buenas
tardes.-Saluda, y se lleva la mirada hacia unos impresos que sostiene
entre sus manos.-
Vengo
a llevarme a dos menores. Se llaman...-Busca entre los papeles, pero
parece no lograr
encontrarlo.
-Peter
y Diana Weiss, somos nosotros.-Añade mi hermano.
-Exactamente...
Sí, aquí está.-Dice, señalando uno de los documentos.- La verdad
es que hay
numerosas
dudas acerca de... esto. Pero ya me las resolveréis más tarde...
¿Verdad? Queda un viaje
un
poco largo.
-¿Por?-Pregunto,
interesada.
-Mmm...
verás niña-En cuanto dice “Niña”, decido que no me cae
bien.-Los orfanatos están un poco
saturados,
y el más cercano está en Regensburg . Pero ya hablaremos de eso
luego. ¿Habéis
recogido
vuestras pertenencias?
-Todo.
Diana, coge tu maleta.-Obedezco y al salir, miro hacia atrás,
congelo este momento y
susurro:
-Adiós.
No hay comentarios:
Publicar un comentario